Entró al local con la mirada de quien ha visto la muerte de frente y logró huir de ella, lo cual hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo. El verde de sus ojos contrastaba con su piel quemada y lo cetrino de su cabello, con lágrimas de vergüenza se atrevió a pedir comida a cambio de barrer la entrada, ya que tenía días sin comer. Mercedes, la dueña, trató de mantener la calma, debido a que su presencia también la había perturbado, le dijo que se sentara y en seguida le sirvió de comer y beber, preguntó qué le había pasado.
Era de Michoacán y unos conocidos le propusieron irse "pa'l otro lado", cobraban en dólares por pizcar y estar allá era mejor que aquí. Él tenía una milpa y de los pesos que sacaba a los dólares que podía ganar, prefirió lo segundo. Llegó a Sonora porque pensó que era mejor caminar en el desierto a nadar en el Río Bravo. El pollero que localizó lo rechazó porque no tenía el dinero que pedía, su negativa no lo detuvo e igualmente cruzó la frontera y se internó en el desierto. Había sido un infierno: sol calcinante, frío que atravesaba los huesos, hambre. Se le hizo un nudo en la garganta y rompió en llanto. No pude evitarlo y lloré en silencio, era la primera vez que veía a un migrante. Para una chilanga como yo los migrantes eran parte de las noticias de todos los días, hechos que sucedían a kilómetros de distancia. No cabe duda que la vida siempre logra ponerte los pies en la tierra para dejar de sentirte intocable. Cuando logró calmarse dijo iba de vuelta a su tierra, no volvería a cruzar, le era preferible sembrar su milpa y tener paz para él y sus hijos.
Mercedes, tratando de infundirle ánimos le dijo que pronto estaría con ellos y la pesadilla habría terminado. Lloró profundamente, era desgarrador. La miró y le dijo que ellos estaban esperándolo afuera, los había llevado consigo. Me quedé fría.
Mercedes salió y entró con una niña y un niño de 8 y 6 años aproximadamente. Su estampa quitaba el aliento. Piel quemada, pelo opaco, delgadísimos y con un semblante de congoja que no olvidaré.
Cuando mi tristeza estaba por convertirse en enojo dijo que su esposa había muerto, nadie accedió a cuidarlos porque creyeron que quería abandonarlos. Entonces se fue con ellos un día, no tuvo opción. Los tres estuvieron a punto de perder la vida perseguidos por la migra, sin saber cómo, escaparon de ella. No durmieron esa noche, el llanto ahogado de sus hijos y el temblor de sus pequeños cuerpos contra el suyo lo hizo reaccionar. Me mordí la lengua, ¿Quién era yo para juzgarlo?
Afuera tocaron el claxon y el ruido quebró la escena qué contemplaba. Me despedí de Mercedes y en mi camino de salida se cruzó mi mirada con la de él, le sonreí y me devolvió la sonrisa. Sus ojos lucían distintos, su carga se había aligerado. Él no lo sabía pero nos encontrábamos en una situación similar en el mismo lugar y espacio, lejos del lugar donde nacimos, de todo lo que habíamos conocido en pos de un sueño, aunque eso significara estar en la frontera arriesgando lo que cada quien había puesto sobre la mesa: él la vida, yo el corazón.
Tampoco supo la gran lección que me dio: Todos somos migrantes por un sueño, traspasamos día a día un mundo de fronteras con tal de materializarlo; poco importa si es "correcto" o no para quién sabe quién, lo verdaderamente esencial es hacer lo que el corazón dicta porque sólo él sabe lo que necesitamos hacer para evolucionar.
El tiempo ya le había devuelto su ganancia, mas era cuestión de tiempo para que me reembolsara la mía. Bien valió la pena la apuesta. Ninguna decisión "correcta" hubiera igualado lo que gané al perder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario